A raíz de una entrada que leí que
habla sobre las sombras de la maternidad de las que nadie te habla pensé en mi
propia experiencia en eso de las sombras. Esta es la entrada (y el blog es muy
chulo): https://maretameva.wordpress.com/2014/03/25/ombres-de-la-maternitat-i/
Y estas sombras son las mías:
Ya sé que todas las madres dicen
lo mismo y todas lo piensan de verdad. Pero es que en mi caso es un hecho
puramente objetivo, nada de ceguera provocada por el amor maternal. Mi hijo fue
el recién nacido más precioso del mundo: la naricita perfecta, los morritos más
dulces y redonditos, las manos más calentitas y suaves. Si lo hubiera podido
elegir no lo habría escogido tan perfecto como fue. Por eso, el hecho que no me
enamorara de mi hijo ni se me formara un aura de corazones rosas de algodón de
azúcar a mi alrededor nada más nacer tenía que ser, a la fuerza, el resultado
de un defecto mío de fábrica. Cómo se explica, si no, que quisiera regalar a mi
hijo, aquella criatura dulce y desamparada, carne de mi propia carne, a la
enfermera del nido, que quería hijos y no le llegaban?
Que naciera mi hijo y yo quisiera
haber tenido el buen juicio de hacerme una ligadura de trompas antes de tener
la genial idea de reproducirme me pilló francamente por sorpresa. Tuve un buen
embarazo. Quitando el primer trimestre, que fue un periodo bastante angustioso
después de mi historial de pérdidas, estuve bastante pletórica. Me sentaba bien
estar preñada, me veía guapa, me sentía segura, tranquila, en paz. Es una
sensación que no he vuelto a tener, como si el hecho de estar embarazada me
previniera de cosas malas, ya ves tú qué tontería. Me gustaba estar embarazada,
estaba contenta y hasta sentía, yo que soy lo menos místico y lo más antimeditación
trascendental del mundo, una especie de conexión especial con mi bebé. El embarazo ha sido la etapa más dulce de mi
vida con diferencia.
Todo esto sumado a unas
expectativas poco realistas provocadas por mi propia ingenuidad y, por relatos
idealizados de la maternidad, donde los bebés son angelitos que duermen,
gorjean felices y huelen a Nenuco y las mujeres mutamos en divinidades
resplandecientes de amor infinito que por fin han encontrado el sentido de la
vida y entran en una especie de nirvana maternal, provocó que me creyera de
verdad el cuento.
La ostia fue monumental.
Lo peor no fue que mi hijo se
pasara el día llorando ni que yo no pudiera levantarme apenas de la cama en
todo el día porque tumbada con él encima era la única forma de conseguir unos
minutos de calma. Lo peor no fue lo mal que se nos dio la lactancia ni la falta
de sueño ni estar tan sumamente agotada como para llegar a fantasear con un
ingreso hospitalario. Lo peor no era desayunar a las 6 de la mañana mientras el
niño dormía porque si no después no tenía tiempo. Lo peor era aquella sensación
de ambivalencia, de mirar a mi hijo, aquel bebé diminuto y perfecto que olía a
panecillo blandito y no sentirme morir de amor. Lo peor era aquella sensación
de saberme un monstruo por mirar a mi hijo y desear no haberlo tenido. Lo peor
era la culpa infinita por no estar contenta, por no querer incondicionalmente a
mi hijito, por sentir como una obligación tenerlo en brazos, acunarlo, por hacerlo
todo desde fuera, sin implicarme, porque tocaba. Lo peor era aquella sensación
de ser un fraude porque lo que a las demás les pasaba de forma natural a mí no
me salía. Y no había vuelta atrás. Y aquel bebé desvalido que dependía de mí
para todo no se merecía aquella mierda de madre y a lo mejor lloraba por eso.
Yo también habría llorado en su lugar. Bueno, la verdad es que ya lloraba
bastante. Mi casa era una fiesta continua.
Pero un día, no sé cómo, se me
pasó. Supongo que para compensar mi falta de aptitud natural me obligaba a
tener siempre a mi hijo cerca. Lo tenía casi siempre en brazos, lo ponía a
dormir en mi cama, no soportaba que llorara y hacía cualquier cosa para que
estuviera calmado y tranquilo. Igual, si me hubiera sentido más cómoda en mi
papel de madre, con menos culpa y menos análisis habría actuado de otra manera
pero estar pendiente de mi hijo a todas horas, tenerlo siempre cerca, llevarle
conmigo a todas partes, insistir con el tema de la teta era lo mínimo que
sentía que podía hacer para compensar a mi bebé por el churro de madre que le
había tocado en suerte. Mi hijo y yo formábamos como una burbuja en la que me
sentía cómoda porque sentía que no podía ser de otra manera. Y un día, no sé si
hacia los 8 o 9 meses, tal vez un poco antes, miré a mi bebé y me sentí, por
fin, morir de amor. Desde entonces, cada vez que miro a mi hijo, que ya no es
un bebé pero sigue siendo perfecto y con el mejor olor del mundo, me siento
morir de amor. Ya no necesito la burbuja porque he aprendido a vivir con las
sombras. Y ya no me siento culpable, si acaso por no haber disfrutado de los
primeros meses de vida de mi bebé como nos merecíamos los dos. Pero ni él ni yo
nacimos enseñados y ambos hicimos lo que buenamente pudimos. El hijo-ratón, de
momento, no me ha pedido el libro de reclamaciones por lo que me doy por
satisfecha porque no debo de estar haciéndolo tan mal. Aunque también es verdad
que no tiene mucho donde comparar.
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